Brasil 2017, cuarta parte: último día en Crissiumal. La vorágine.

14 de agosto. Desperté y me levanté del sofá. Sin mucha fe eché un vistazo por el balcón. Hacía muy buen día, pero las especies eran las mismas: golondrinas, zenaidas...

Mis compañeros de viaje despertaron también. Óscar y Henrique me recomendaron que mirara también por el otro balcón, el de la habitación de las chicas. Daba a la plaza de al lado, que tenía más árboles que la calle que quedaba frente a mí. Allí tenían colocada una caja nido para las golondrinas. En invierno estaba vacía, pero en época de cría la ocupaban. En aquellas fechas se limitaban a revolotear cerca. Una de ellas se paró en la barandilla y quedó inmortalizada.

Golondrina barranquera, Pygochelidon cyanoleuca, andorinha pequena de casa.



En los árboles del pequeño parque otro pájaro me llamó la atención. Bingo. Un pájaro raro. No tenía ni idea de lo que era, ni siquiera mirando las guías. No encontré ningún ave con obispillo amarillo, pero tenía la foto y dejé para más adelante la identificación. Ésta llegó tiempo después, ya finalizado el viaje y de regreso en Barcelona. Fue un bimbazo para empezar la jornada, aunque en aquel momento no supe cuál. Esta situación se repitió varias veces durante aquella dos semanas. Uno de los problemas era que las guías me mostraban las aves mayormente en plumaje estival, y puesto que estábamos en invierno no siempre era fácil identificarlas.

Thraupis bonariensis, único avistamiento en todo el viaje a Brasil.


Un bem te vi (Pitangus sulphuratus) pasaba por ahí.





El plan para la jornada era el siguiente: por la mañana iríamos en coche hasta el río Uruguay, distante unos cuantos kilómetros, y que hacía de frontera entre el país del mismo nombre y Brasil. La zona que íbamos a visitar estaba protegida y era conocida como Três Ilhas. La idea me entusiasmaba. Río, agua... aves aseguradas. ¿Qué maravillas me esperaban? ¿Ardeidas en los árboles de las orillas? ¿Todo tipo de loros? ¿Tucanes? ¿Cómo se vería un curso fluvial semejante desde el punto de vista ornitológico? Me froté las manos con avaricia. Me iba a poner las botas.

Para la tarde había otros planes: visitar a unos amigos. Ir a su casa y no pajarear en absoluto.

Nos pusimos en camino hacia el río Uruguay, pero como nos iba a acompañar Dáreo, el padre de Henrique, eran necesarios dos vehículos: en el primer coche irían ellos dos, mientras que Óscar, Pili, Sílvia y yo les seguiríamos detrás.

Atravesamos Crissiumal y aproveché para fotografiar un Guira guira que se me puso a huevo. Por fin pude contemplar a placer a esta especie maravillosa que tanto me atraía. Me parecía fascinante. Común como nuestra urraca, pero en chulo. Con todos los respetos para la pobre urraca, ave de la que también estoy enamorado.

Anu branco, Guira guira.





Salimos a campo abierto. El pueblo quedó atrás y la naturaleza tomó el relevo: campos de cultivo y bosquecillos flanqueaban la ancha pista forestal por la que circulábamos. Por la que lentamente circulábamos. Óscar mimaba a su coche. Las aves empezaron a aparecer al otro lado de mi ventanilla, que permanecía cerrada ya que llevábamos el aire acondicionado activado. Había pájaros en el suelo, tanto en los campos como en el arcén de la pista. Había pájaros en los cables. Y en los postes, y en los árboles, y en el cielo. Pero fui incapaz de identificar nada. El vehículo iba lo suficientemente rápido como para impedírmelo, pero también lo suficientemente lento como para tardar muchísimo en llegar al río Uruguay.

El coche de Henrique, que se movía más rápido, nos dejó atrás y lo perdimos de vista. Yo estaba desesperado, como un niño en una tienda de chuches, con los enormes ojos abiertos de par en par contemplando aquellas maravillas dulzonas, pero sin dinero para comprar nada. No... no es suficiente para describir la situación. Me sentía más bien como si el niño tuviera un helado en la mano, al que la mala fortuna le hiciera perder la fría y cremosa bola y ésta diera con su existencia en el suelo, antes de que pudiera darle ni siquiera un lametazo. De forma mágica (tal vez un viandante le comprara otro helado) el chaval recupera la bola. Saca la lengua ansioso... pero la bola vuelve a caerse otra vez. Y el helado cambia: de chocolate, de vainilla, de nata y fresa, de limón... y el pobre niño no puede probar ni uno solo. Ahí los tiene, en su mano, pero la fuerza de la gravedad siempre es más rápida que él. Se siente desdichado y la pesadilla parece no tener fin. Para más inri, sabe que esos helados son únicos, los más exóticos y sabrosos que verá en su vida, y que nunca más tendrá esa oportunidad.

Pasaron los minutos. Pasó media hora. Fuimos avanzando y el panorama no cambiaba. Mi corazón se entristeció y un peso enorme me hundió en el asiento del vehículo. Comprendí que solo podía hacer una cosa: esperar con paciencia a que me llegara el momento. Que seguro que llegaría. Pensé en el río. Allí vería de todo, solo había que tener paciencia. Era en aquel momento mi única esperanza.

(Ayúdame, Obi-Wan)

La pista estaba ahora flanqueada por campos de cereales. El camino había ascendido un poco. Nos hallábamos en una altiplanicie que nos permitía ver el paisaje a lo lejos. Yo seguía viendo aves por todas partes pero aunque no renunciaba a identificar algo, lo cierto es que estaba bastante resignado. Seguramente me salieron unas cuantas canas nuevas.

Llegamos a un cambio de rasante y vimos que allí nos esperaba Henrique. Detuvo su vehículo porque nos había sacado bastante distancia y había decidido esperarnos. Se veía el río Uruguay a lo lejos. Óscar murmuraba algo.

- Ahí no puede parar, hombre, es peligroso detenerse en un cambio de rasante.

Bajó la ventanilla.

-¡Henrique! -le gritó-, ¡no es un buen sitio para parar aquí!

Henrique había bajado del vehículo. Óscar se detuvo y bajó también. Mientras hablaban sobre conducción y sobre el paisaje yo bendije la decisión de Henrique. Sabía que la parada apenas duraría unos segundos así que aproveché para echar un vistazo rápido con los prismáticos: había unas golondrinas posadas en un cable situado encima del camino. Me habían llamado la atención porque parecían diferentes a las andorinhas que había visto durante aquellos días. No hubo tiempo para hacer foto porque levantaron el vuelo, pero aquellos segundos fueron suficiente para identificarlas. Tenían obispillo blanco. ¡Eran Tachycinetas! Se trataba de golondrina cejiblanca (Tachycineta leucorrhoa), y fue la única observación en todo el viaje. Y se la debo a aquella parada. ¡Por fin, un lametazo a un helado! ¡Un millón de gracias por la parada Henrique!

Arrancaron los vehículos y proseguimos el camino. Poco después descendíamos hasta el río Uruguay. Aparcamos en un lugar adecuado. Ante nosotros corría el agua, en un brazo ancho y caudaloso. Veíamos frente a nosotros lo que resultó ser una isla, y no la otra orilla. El río era realmente muy grande, y llevaba mucha agua debido a las lluvias según nos explicó Henrique.

Pero no había aves. La decepción fue total. Vi algún ejemplar de Thraupis sayaca, pero poco más. Ni ardeidas, ni loros, ni patos, ni tucanes, ni nuevos passeriformes... Nada. Henrique dijo unas palabras que cayeron en mi alma como una losa.

- Debemos regresar ya, tenemos que volver para comer y es muy tarde.

Llevábamos apenas cinco minutos. Habíamos tardado una hora en llegar y querían comer a las doce, así que debíamos partir ya de vuelta si queríamos llegar a tiempo. Una hora para ir y perderme las decenas de aves y aves que aparecieron por el trayecto. Una hora para volver que sería idéntica. Era una tortura para mí, pero tenía presente que era el único ornitólogo del grupo. No me quedaba más remedio que aguantar como un campeón.

Río Uruguay





Henrique, al igual que a la ida, tomó la delantera. Nuestro coche iba a la zaga. A los pocos metros vislumbré una charca a nuestra izquierda a la que llegaban unos ibis. No pude contenerme más y le supliqué a Óscar que parara, tan solo un momentito, un minutito de nada. Lo hizo y me permitió bimbar ibis afeitado (Phimosus infuscatus) y de rebote una polla de agua americana (Gallinula galeata) que nadaba junto a ellos. ¡Marchando otra de helado! ¡Gracias Óscar!

Ibis afeitado, Phimosus infuscatus.




Gallineta americana, Gallinula galeata.



Cuando pensaba que iba a ser un día terrible me llevé aquella droga a las venas y el mono se apaciguó un poco. Si cada día del viaje podía rascar un poquito de aquí y un poquito de allá... bueno, algo era algo.

Cabe decir que Óscar, Sílvia y Pili también se miraron las aves e incluso creo que les sorprendieron bastante. Me sentí un poco menos culpable.

Le agradecí enormemente a Óscar la parada y arrancó. Pero apenas un minuto después le supliqué que frenara de nuevo. Esto eran palabras mayores. ¡Un martín, un alción! Allí, posado en un cable, en medio de la nada, rodeado por campos de cereales y con una pequeña charca bajo él... Debería decir bajo ella... Una hembra de Chloroceryle amazona, tan preciosa como su nombre, gigantesco martín que me sumergió en sensaciones orgásmicas de felicidad y placer indescriptibles.

Martín pescado amazónico, Chloroceryle amazona.



Me deshice de nuevo en agradecimientos y no importuné más a mis compañeros de viaje. Mi ansia de helados estaba en parte saciada. Regresamos a Crissiumal a la misma alta velocidad que a la ida. Fui observando el camino mientras pensaba, y pensaba, y pensaba. Le pregunté a Óscar por el plan de la tarde. Era éste: comer a las doce, y luego teníamos cuatro horas libres hasta las cinco. Seguí observando el camino... Cuatro horas... Cuatro horas... ¿Hasta dónde podría llegar? Siguiendo mi propio consejo de días anteriores, lo decidí. Aquella misma ruta que estábamos siguiendo, que estaba rebosante de aves, la iba a seguir a pie por la tarde. Con dos horas de ida y dos de vuelta podría recorrer bastantes kilómetros. No hasta el río Uruguay, pero sí podría avanzar mucho, seguro.

Comimos en un maravilloso buffet libre, como siempre. A continuación les expuse a los demás mis intenciones. Había memorizado la ruta realizada en vehículo para volver a hacerla, ahora a pie. Había consultado los mapas en mi móvil a través de Google Maps. Mi móvil era inútil en el campo por no poder usar la descarga de datos, ya que lo tuve durante toda mi estancia en Brasil en modo avión, lo cual no me impedía activar y usar la wifi allí donde la hubiera. Por ejemplo en el apartamento de Crissiumal.

Algunas vistas de Crissiumal... ¡con sol!






Coragyps atratus y tres santos posados en la iglesia.



Memoricé en el mapa el camino de salida del pueblo. Después solo tenía que seguir la pista forestal hasta donde pudiera llegar.

- Recuerda que aquí hay serpientes peligrosas. ¡No salgas de los caminos, no pises vegetación silvestre! -me aconsejó Óscar mostrando cierta preocupación. Era un buen consejo. Me propuse seguirlo al pie de la letra.

A la una partí, cargado con agua, prismáticos, cámara, papel, boli, guía de aves y alguna cosilla más. Marché ilusionado dispuesto a quitarme la espinita que se me había quedado clavada por la mañana, minimizada, eso sí, por el ibis y el martín.







Aún sin salir del pueblo ya tuve que detenerme a bimbar. Ya el día anterior había visto unas pequeñas tortolitas desde el coche, pero no fue hasta que pude caminar tranquilamente que pude identificarlas. Durante unos metros el arcén de la carretera aparecía chamuscado. Allí se alimentaba una columbina picuí (Columbina picui), rolinha picui en portugués. La fotografié y respiré. Por fin podía contemplar un ave con cierta calma... aunque no mucha. Si quería aprovechar bien el tiempo no podía detenerme mucho ante ninguna especie.

Columbina picui





Tras algunos cientos de metros salí por fin del pueblo, ya de por sí bastante rural, y me rodeé aún más de naturaleza. A mi derecha apareció una especie de estanque. Fuera del agua un rascón negruzco caminaba no muy lejos de los árboles. Por la orilla paseaban un macho y una hembra de Amazonetta brasiliensis, convirtiéndose en la primera anátida que observé durante el viaje a Brasil.

Macho de Amazonetta brasiliensis.




Rascón negruzco, Pardirallus nigricans.



Avancé con cierta prisa. Junto al camino (ya sin asfaltar y convertido en pista forestal) aparecieron algunos ranchos, que al poco fueron sustituidos por prados, campos de cereales y bosquecillos. El sol caía con fuerza y hacía un calor agradable. Había vida por todas partes.

Curioso este rancho.




Así lucía el camino a seguir.



Tuve una falsa alarma de pato criollo (Cairina moschata). Topé con algunos ejemplares pero eran de la variedad doméstica. Por contra, no tenía nada de doméstica la paloma picazuró (Patagioenas picazuro).  Algún ejemplar aparecía volando de vez en cuando, mostrándome sus machas alares que me recordaban mucho en vuelo a nuestra querida paloma torcaz, nuestro tudó.

Cairina moschata variedad doméstica.


Este era el tipo de hábitat que estaba visitando en aquellos momentos.


Crissiumal al fondo. Se ven las dos torres de la iglesia.


Algunos ejemplares de avefría tero (Vanellus chilensis), quero quero en portugués, alertaban con sus gritos de mi presencia.



En los mismos campos de cereales, además de los quero quero y las Patagioenas observé parados en el suelo dos ejemplares de Colaptes campestroides (según la web del Handbook of the Birds of the World) o Colaptes campestris (según eBird). Se denomine de una manera o de otra, no deja de ser la misma especie de espectacular carpintero amarillo que cité el día anterior en el mismo pueblo de Crissiumal. En esta ocasión sin embargo no pude fotografiarlos.

Seguí deambulando. Contemplé otra de las maravillas de Sudamérica: los nidos de los horneros. Estas aves construyen unas grandes bolas de barro en cuyo interior se incuban los huevos. Era para mí un privilegio contemplar en directo imágenes que hasta aquel momento solo habían llegado hasta mí a través de documentales en la televisión.

Nido de hornero (Furnarius rufus) en lo alto del poste.


Primer plano.


Más rascones (Pardirallus nigricans) junto al camino, como gallinas, huyendo a mi paso




Columbina picui


Fui avanzando paso tras paso, metro tras metro, intentando empaparme de todo lo que veía. Empezaba a familiarizarme con algunas especies, y otras muchas me eran claramente desconocidas. El ibis afeitado, especie que habíamos observado por la mañana tras abandonar el río Uruguay, apareció de nuevo para mi deleite. Esta vez pude contemplarlos mejor y con más calma.

"Mira eso, un ornitólogo... ya son ganas...", pensaba esta vaca.


Ibis afeitado, Phimosus infuscatus.




Zorzal chalchalero, sabiá poca en portugués, Turdus amaurochalinus.


Escuché el grito de una rapaz, una especie de quejido que me recordaba en parte al de nuestros ratoneros europeos. Al poco descubrí al ave que emitía el sonido. Se hallaba parada en lo alto de un árbol. Normalmente es más difícil identificar a una rapaz parada que a una en vuelo. Si a eso le sumamos que estaba totalmente a contraluz, bajo un sol muy duro, y que, por supuesto, era una especie nueva para mí, la cosa se complicaba mucho.

Hice todas las fotos que pude con la esperanza de poder identificar al ave a mi regreso a Barcelona, tal vez pudiera editar las imágenes y sacar algo en claro... pero tal vez no fuera posible. Decidí hacer trampas con la cámara. Conseguí que el diafragma se abriera y apareciera un cielo quemado pero también un ave identificable. Además le hice un vídeo en el que se escuchaban sus maullidos. Las guías de aves e internet hicieron el resto: se trataba de Rupornis magnirostris, el busardo caminero, o la rapaz que se para junto a las carreteras, como indica su acertado nombre en inglés: roadside hawk.

Luz original.


Diafragma abierto.



Allí perdí un buen rato, pero una rapaz bien lo valía. Dejé al Rupornis, que seguía quejándose a gritos en su rama, y seguí avanzando. En los árboles situados junto al camino y en los arbustos bajos vi más aves. Otra especie nueva, una a la que le tenía ganas: el joão bobo en portugués, Nystalus chacuru en latín. Le tenía ganas tal vez por lo diferente que es esta especie de las europeas. Tal vez me recordaba que estaba en América. Vi más ejemplares de otras aves ya observadas con anterioridad, como Sicalis flaveola o Guira guira (un grupito se movía en el suelo, entre una especie de gramíneas).

Nystalus chacuru - joão bobo, único avistamiento en todo el viaje a Brasil.


Sicalis flaveola.



Más adelante apareció a mi derecha un pequeño huerto que contenía algunos árboles frutales. La zona estaba plagada de aves, algunas espectaculares, otras más modestas, pero todas bellas e interesantes. Entre otras, pude contemplar cardenal, sinsonte, garrapateros, y la única observación en todo el viaje de Embernagra platensis.

Cardenal, Paroaria coronata.




Sinsonte calandria, sabiá do campo, Mimus saturninus.






Garrapatero aní, anu preto, Crotophaga ani.


Único avistamiento en todo el viaje a Brasil de Embernagra platensis.





Los minutos pasaban rápidos. Yo iba calculando el tiempo. Cumplía ya las dos horas de caminata. Debería regresar... pero unos 100 metros frente a mí un numeroso grupo de aves de diferentes colores y tamaños pululaban en medio del camino. Saltaban y volaban, se alimentaban en el suelo... un buen grupo de bimbos.

Pero quise ser serio y me dije "debo volver". Y estuve decidido a hacerlo. Sin embargo me rebelé ante aquella decisión.

"No es justo -pensé-, me estoy portando muy bien con todos en este viaje y me merezco este pequeño premio; porque si me voy ahora nunca sabré que tenía unos metros más adelante, y me arrepentiré toda mi vida de no haber caminado cien metros más. Porque nunca más volveré a este lugar, y nunca més tendré frente a mí a esas aves".

Como ya habían descubierto mis compañeros de viaje, a mí no es que me gusten las aves, es que estoy enamorado de ellas. Nada llena mi corazón como la visión de aquellos seres cargados de la inocencia de la que carece la humanidad entera -excepto los niños quizá- y que rebosa en todos los seres vivos que habitan nuestra naturaleza salvaje.

Mi cerebro pensaba y maquinaba. Sabía lo que debía hacer. Dedicar dos horas y media completas a la ida, y hora y media a la vuelta. Arañar minutos al regreso. Podía correr más aún y conseguirlo. Lo que fuera con tal de no hacer esperar a mis amigos... y con tal de identificarlo todo.

Avancé y no me arrepentí de la decisión, ni lo hice horas después, ni en ningún momento del viaje ni hoy mismo, ni lo haré nunca. Todas aquellas aves me esperaban en una vorágine ornitológica para convertirme en la persona más dichosa del mundo.

Zenaida auriculata.


Al fondo Mimus saturninus en pose chulísima, el rojo es un soldadito crestirrojo, Coryphospingus cucullatus, y la más cercana a la cámara es Columbina picui.


Coryphospingus cucullatus.


Sicalis flaveola one more time.




Columbina colorada, Columbina talpacoti. Me parece una auténtica preciosidad.




Zenaida auriculata joven.


Inicié, ahora sí, el regreso. Bien satisfecho caminé con más velocidad que antes y me detuve pocas veces. La primera parada sin embargo llegó a los pocos metros. En el pequeño huerto que había visto a la ida había especies nuevas. Entre otras, aluciné con el primer colibrí de mi vida. ¡Ya comenzaba a pensar que me iba a ir de América sin ver ninguno!

Tordo renegrido, Molothrus bonariensis.




Tangara sayaca, Thraupis sayaca, sanhaçu cinzento en portugués y sayaca tanager en inglés.


No sé qué fruta estaba comiendo pero se estaba poniendo morado.



¡Por fin! Una de las indiscutibles estrellas del día: el colibrí Hylocharis chrysura, zafiro bronceado, gilded hummingbird en inglés, beija flor dourado en portugués.



Al final mi actitud sospechosa llamó la atención de las personas que vivían en una casita adyacente al huerto.

- ¡Amigo! Algum problema? -me preguntó muy serio un hombre, con evidente desconfianza.

- No, no, todo bem -le grité en un intento macarrónico de hablar portugués-.Estoy viendo passaros.

Le mostré los prismáticos y la cámara, pero como no pareció comprender los solté y me puse a mover los brazos como si fueran alas, arriba y abajo... arriba y abajo...

El hombre abrió mucho los ojos y me miró extrañado. Se marchó rápidamente echando de vez en cuando un vistazo hacia atrás. Parecía asustado. Creo que le dejé más preocupado que antes.

Me marché. Puse metros de por medio y volví a la paz de la naturaleza. Las aves me reclamaban de vez en cuando, pero yo solo me detenía cuando lo consideraba estrictamente necesario. Por ejemplo, absolutamente todas y cada una de las veces que algo se movía.

Anu branco, Guira guira. Qué espléndido animal.


Rupornis magnirostris. Seguía quejándose en el mismo árbol. Qué tío más amargado... Claro que igual se quejaba de los ornitólogos.



Aquí también tuve que parar. ¡Horneros, ahora sí, junto al nido que vi a la ida! Nuestros amigos "Rufus" (rebautizados por Sílvia) posaban en una estampa de documental.

Furnarius rufus.




Damas y caballeros, con todos ustedes... ¡el sonriente garrapatero aní! Qué bicho más raro y más bonito ¡Qué espectacular! A menudo me salen mierdifotos. Pero esta vez me pondré la medalla: ésta es buena.

Garrapatero aní, anu preto en portugués, Crotophaga ani en latín.


Molothrus rufoaxillaris, tordo chillón, aunque me gusta más el nombre en inglés: screaming cowbird.


Ya se vislumbraba Crissiumal a lo lejos.


Al aproximarme al pueblo aparecieron de nuevo los zopilotes. Un par se hallaban parados en unas ramas altas junto al camino (en la foto anterior se adivinan, muy lejos). Pero otro ejemplar muy confiado se posó frente a mí en el camino, como si quisiera felicitarme por la excursión. Luego voló, dio una vuelta por el aire y se posó aún más cerca, en la rama de un arbusto. A veces me gusta pensar que estas muestras de confianza las aves las hacen solo conmigo.

Coragyps atratus, zopilotes negros, junto al camino.



El ejemplar que vino a verme. Me sentí un privilegiado.










Quizá me decía adiós. Vuelve pronto a Crissiumal, te echaremos de menos, ornitólogo.


¡El chochín americano! Antes del viaje me preguntaba si podría verlo, y si sería sencillo identificarlo. En realidad fue facilísimo: se situó frente a mí y comenzó a cantar. Pude fotografiarlo y filmarlo a placer.

Chochín criollo, Troglodytes aedon.


Otro rancho.



Ya estaba muy cerca del pueblo y parecía que iba bien de tiempo. Pude relajarme un poco. En un terrenito a mi derecha algunos pajarillos rebuscaban en el suelo, como nuestros fringílidos europeos. Entre ellos había cardenales, columbina picuí, y las únicas observaciones en todo el viaje de tangara coronada (Tachyphonus coronatus) y de pepitero verdoso (Saltator similis). De este último tuve una observación tan fugaz que no fue posible fotografiarlo.

Cardenal, Paroaria coronata.




Tangara coronada, Tachyphonus coronatus, macho...


 y aquí la hembra, junto a Columbina picui.



Los pájaros negros eran siempre un quebradero de cabeza. Había varias especies parecidas, difíciles de identificar para un ornitólogo extranjero sin experiencia con ellas. Por suerte las fotografías ayudaron.

Tordo renegrido, Molothrus bonariensis, hembra.



Entré triunfante en Crissiumal. Recorrí feliz la avenida Palmeiras camino del apartamento. Aliviado el mono en cuanto a aves se refería, me dediqué a realizar algunas fotos del pueblo.

Calles anchas y casas bajitas de colores.


Casas verdes, rojas, rosas...







Llegué puntual, incluso un poco antes de las cinco. Como el timbre no funcionaba habíamos quedado en que estarían atentos a mi llegada para abrirme. Me puse al alcance de la vista de cualquiera que saliera al balcón en algún momento, pero nadie apareció. Comprobé si me llegaba la wifi del apartamento hasta el móvil... ¡En efecto, llegaba! Al no tener roaming solo mediante wifi podía, por ejemplo, enviar mensajes de Whatsapp. Envié muchos. A todos. Incluso le canté a Pili la canción de la abeja Maya. Pero nadie contestó. Paseé arriba y abajo de la calle, intentando no llamar mucho la atención de los ocasionales viandantes que caminaban arriba y abajo.

Para mi sorpresa, a los pocos minutos apareció un coche que paró frente a mí. ¡Eran ellos! Habían aprovechado las horas para realizar una visita improvisada a unos amigos (sin el ornitólogo) y para hacer algunas compras. Tuvieron que excusar mi ausencia. Sin embargo yo en aquellos momentos no podía sentirlo mucho. Había sido una tarde demasiado maravillosa. Ahora sí que me sentía con ganas de cualquier cosa.

¡Y nos fuimos a visitar a Mauri! Pero antes el cosmos nos regaló una puesta de sol maravillosa.










Por la noche hicimos vida social: cenamos en casa de Mauri, Marçal, Marlene y compañía (juro y rejuro que no todos los nombres empezaban por "M"). Nos acogieron como si nos conociéramos de toda la vida. Nos ofrecieron conversación y comida en abundancia, mucho vino y mucho cariño, palpable en todos y cada uno de los poros de la piel de aquella gente.

Hicimos buenas migas desde el primer momento. Tuve tiempo de ejercer de informático y solucionar unos pequeños problemas en un ordenador. Nos sentimos, una vez más, como en casa. Conocimos a los gemelos. Uno, más serio, desapareció por la puerta de entrada porque tenía que marcharse. Al poco apareció el otro, idéntico al primero pero mucho más risueño. Se preguntaba uno, como si fuera una sit-com, si sería la misma persona interpretando dos papeles y tomándonos el pelo.

Henrique le dijo a Marçal que mi hobby era la ornitología. A aquellas alturas, yo ya captaba algunas conversaciones en portugués. Ni corto ni perezoso nos llevó a la parte trasera de la casa, que daba a otra calle, para enseñarnos las corujas que él solía ver paradas allí mismo. Salimos a la noche, una noche perfecta, con un cielo plagado de estrellas que nos observaban atentas desde lo alto. Pude ver por primera vez en mi vida la Cruz del Sur. Otro momento mágico en nuestra odisea por Brasil.

Yo estaba expectante, pero no hubo suerte, la coruja, el mochuelo de madriguera, no se dejó ver. No importaba. Aún quedaban muchos días por delante, muchas oportunidades para que apareciera. El colofón perfecto pudo haber sido aquella rapaz nocturna, pero en el último momento no fueron las aves las protagonistas: éstas ya habían cumplido aquel día. El broche de oro para aquella noche fueron las personas.

Marçal mandó a su hijo dormir, y el niño se despidió de nosotros. Se me acercó y me dio un abrazo largo y sentido. Yo alucinaba. El niño no me conocía de nada, pero eso carecía de importancia.

-Aquí la gente no da dos besos. Dan un abrazo y un beso. - dijo alguien, tal vez Pili.

Comprendí que a los niños ya se les enseña de pequeños a querer a la gente. El amor y la estima están a la orden del día en Brasil. Creo que tenemos mucho que aprender.

Sentí un gran cariño por toda aquella gran familia, personas que sabían apreciar las cosas que realmente importan en la vida, y que hacían de ésta un acto sencillo. Personas que simplemente se reunían con los seres queridos para ser felices. También sentí mucho cariño por Pili, Óscar y Henrique, pero sobre todo por Sílvia, mi querida Sílvia, que me había abierto las puertas al viaje más alucinante que hice y que probablemente haga en lo que me queda de vida, y que se hallaba sentada a mi lado, siempre comprensiva con mi forma de ser, siempre apoyándome.

Me sentí dichoso.






Epílogo a esta cuarta parte:

Ha terminado la jornada. Todos están acostados. Yo miro una de las guías de aves de Brasil.


Tengo dos, la que considero de poca utilidad y la que creo que es la "buena". Estoy mirando el martín pescado amazónico, uno de los bimbos más asombrosos del día, y descubro que me había equivocado en la identificación. Se trata de una hembra de martín gigante neotropical (Megaceryle torquata). "Bueno, si no es uno, es otro", pienso.

Como se verá más adelante, días después vi de nuevo al martín gigante. Y pensé que no era bimbo porque ya lo había visto.

Sin embargo, al cabo de unos meses, ya en Barcelona, estudio de nuevo el libro y descubro la verdad: que soy tonto. ¡Sí vi ambas especies y sí identifiqué correctamente al amazónico la primera vez! Simplemente, la hembra del amazónico estaba dibujada junto a la hembra del gigante, no junto al macho de su especie. La guía que yo consideraba "la buena", no lo era tanto. En ella los dibujos de ambas especies se superponían llevándome a confusión.

Moraleja: cuando hay sueño, no identifiques especies, duerme.

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